CAPITULO II
Viviendo el éxito (VII)
Aquel día sentí que algo había cambiado entre Ana y yo; el beso de
bienvenida fue un beso frío, sin amor, girando la cara para evitar que la
besara, como siempre, en los labios. En ese momento supe que algo iba a cambiar
en mi vida, aunque mi soberbia aún me hizo pensar que, si era así, ella se lo
perdía.
La cena, en la cocina, como de costumbre, no tuvo la calidez de antaño,
cuando llegamos a Madrid, en que encendíamos velas para cenar en la diminuta
sala de nuestro apartamento, nos besábamos a todas horas y siempre había un
guiño de complicidad en nuestras miradas, una comprensión sin palabras, unos
silencios trenzados de amor que no pedían palabras si no, simplemente, estar
juntos.
Pedro, Ayer nos traicionaste, traicionaste a Ana, a Cata y a mi, como vienes
haciendo desde hace demasiado tiempo, me dijo Ana, lo recuerdo como si fuera
ahora, aunque en aquel momento no le dí demasiada importancia.
Yo argumenté la importancia de mi trabajo, los esfuerzos que estaba
haciendo porque no les faltara de nada, porque pudieran tener una casa
confortable, un colegio privado, un club social, y Ana me dejó hablar y hablar.
Es el recuerdo más nítido que tengo, el de hablar sin parar y ella mirarme con
una mirada vacía, cansada ¡no!, extenuada más bien.
Dos horas después, se levantó y me dijo que volvían al día siguiente a
Barcelona. Había hablado con sus padres y le harían un sitio hasta que
encontrara un apartamento. Había llamado a TORTEL y su Jefa estaría encantada
de volver a tenerla en el Equipo, proponiéndole dar algunas clases de Recursos
Humanos en el master que ella dirigía en una universidad privada.
Piensa – dijo Pedro – que todo aquello lo dijo sin emoción en la voz,
pero con gruesos lagrimas corriendo por sus mejillas. Aquella noche dormí en el
sofá.
Los dos días siguientes, no tuve tiempo ni para pensar tan siquiera;
veía a Marga mirarme con cara de preocupación y pensaba que con una que me
dejara, ya era suficiente, ¿o es que nadie veía quien tiraba del carro?
Llegué a Sevilla para recoger el premio, del cual se hicieron eco los
principales medios de comunicaciones locales y nacionales. El Presidente de la
empresa me llamó para felicitarme, igual que el President de la Generalitat, y
aquello no hacía más que crecer y crecer. Era final de junio del 91.
Llamé a Ana pero no conseguí hablar con ella; recuerda que en aquella
época los móviles no eran como ahora y, aunque lo hubieran sido, tampoco habría
conseguido hablar con ella. Me llamó su hermano, con quien tenía una buena
amistad para pedirme que le dejara espacio, que él se ocuparía de mantenerme
informado.
Llegó el mes de diciembre y yo seguía con mi ritmo frenético, pero algo
estaba cambiando en mi interior, aunque yo pensaba que era algún catarro mal
curado…hasta que estalló todo.
En este punto de la charla, llegó la sopa, humeante, espesa y aromática,
con una maravillosa sonrisa de Montserrat que no dejaba pasar ocasión de
flirtear con Juan Carlos. Venga chicos – dijo Montserrat -, dejar de darle un
rato a la lengua –aquí le guiño el ojo a Juan Carlos – esto se toma bien
caliente.
Durante un rato, la conversación se tornó en soplidos a la cuchara y
sonidos de satisfacción por un sabor que llenaba el paladar de matices poco
convencionales pero muy sabrosos, algo muy habitual en la cocina de su anfitriona.
Al terminar, habían entrado en calor, con alguna gota de sudor en sus frentes y
las mejillas encendidas por la chimenea y las calorías ingeridas.
Cuando les retiraron los platos, llegaron los canelones, también
humeantes, bien gratinados y con un olor penetrante y sabrosos, al punto de que
no era posible tomarlos sin escaldarse la boca por ello, así que dejaron los
tenedores y volvieron a la charla.
Por el puente de la Purísima, el 7 de diciembre, fui a comer con Marga,
mi secretaria, al restaurante al que solíamos ir, muy cerca de la oficina, en
una de las calles que dan a Castellana. Aquella chiquita me aprecia de verdad y
aún ahora seguimos en contacto, tanto conmigo como con Ana. Ella fue una pieza
clave para que todo volviera a su sitio.
- En aquel momento, sonó el teléfono de Pedro y su cara se iluminó al
ver que era Ana – Perdona Juan Carlos, es Ana. Hola Ana, sí, aquí estamos, en
la fonda de la Montse con Juan Carlos y unos canelones que no pueden comerse de
puro calientes – ahí bajó la voz para decirle – Montse le está tirando los
trastos a Juan Carlos de una forma bárbara. Sí –reía Pedro – no te preocupes,
nos cuidaremos y os esperamos a Maca y a ti el sábado con las niñas, tengo
ganas de veros. Un beso, adiós.
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