Me lo contó alguien un día, o quizás fue un sueño, o tal vez una visión, pero es tan real que da angustia el solo hecho de pensar que fue verdad y que aún lo es en otros, aunque es una demostración de la posibilidad de bajar a tiempo.
Le contaron que el éxito era tener, y tener mucho, a costa de casi lo que fuera, aunque ese casi, llegado el caso, tampoco hacía falta que estuviera. La cuestión era tener mucho y, si podía ser, más que el vecino, el amigo o el compañero o, mejor dicho, eso era lo principal, tener más que el prójimo.
Lo dio todo, sacrificó su salud, sacrificó su familia, y lo tuvo todo, al menos todo lo que el dinero podía comprar, pero antes de irse de este mundo, descubrió que le habían engañado, que eso no era más que una falacia, un engaño, y entonces sí, entonces vio lo que era para él el triunfo, y no era tarde, porque pudo vivirlo, paladeándolo hasta el final.
Reencontró amigos, reencontró familia y tuvo que amputar una parte de su ser que creía suya, pero que no lo fue nunca, porque solo vivía en esa antigua vida suya, la de lujo y oropel, esa vida que apenas lo era, aunque en ella vivía una suerte de teatrillo. Tuvo que cercenarla para que la gangrena no se lo llevara antes de hora, de pura tristeza y desazón.
Y entonces descubrió el placer de la compañía, de la charla, del paseo al sol, de la sonrisa sincera, del te quiero desde el corazón, del compartir, de la tarde de futbol, de la complicidad con el sobrino, del beso tierno, de la mirada de admiración desde lo más hondo, no por lo que tuvo o lo que hizo, si no por lo que era.
En algún lugar, alguien leerá esto y lo entenderá, porque será su momento de entenderlo o, a lo mejor, solo a lo mejor, llegará el día en que lo entienda y una sonrisa dibujará en su rostro la vivencia de la plenitud.
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