jueves, 24 de mayo de 2012

EL ÉXITO ERES TÚ (XX)


CAPITULO III

 Necesito quererme (VI)

Esa noche fue muy dura, empezó a decir Pedro, y lo fue porque, como te decía, me sentía un estafador emocional, alguien sin derecho a ser querido de la forma en la que lo estaba siendo; en aquel momento, no podía llegar a entender que no me querían por lo que hacía si no por lo que era, que no había un debe y un haber, un ayer y un mañana, si no que había un hoy, un ahora, del que disfrutar, al que paladear, como si de un helado se tratara.

La pasé en blanco, fui incapaz de dormir ni cinco minutos, dándole vueltas y más vueltas a mi situación, a lo que había pasado, a la suerte que tenía de que mi familia fuera como era y al miedo que me daba de haberme roto, profesionalmente, para siempre. Simplemente, no podía imaginar una vida sin que fuera el principal sustento de la familia, tal y como me habían enseñado de pequeño.

Desde la perspectiva del tiempo pasado, veo que no somos conscientes, en demasiadas ocasiones, de lo importante que es aprovechar el ahora, el aquí, sin planes, sin recuerdos, viviendo simplemente, haciendo del camino el objetivo en sí mismo.

No sé si te sigo – dijo Juan Carlos sinceramente interesado en la reflexión de su amigo-

Sí, dijo Pedro, fíjate en nosotros, ahora, compartiendo este momento, con el fuego que nos da la leña, con este vino en la mano, con esta tostada en la boca, con tu compañía, con mi relato, disfrutando de este minuto en este sitio concreto, sin pensar en lo que será mañana.

Si en aquel momento lo hubiera sido, habría disfrutado del momento, de Ana y de las niñas, aplazando el futuro para el día siguiente en que ya sería presente, permitiéndome gozar de aquellos instantes que sabía efímeros, del olor a jabón del baño de las niñas, de la colonia de Ana, de la crema que hace 30 años que se pone cada noche, o casi, con el mismo movimiento automático que le hace disfrutar de su momento del día que tiene reservado para ella sola.

Ni tan siquiera llegó a sonar el despertador; a las 5,00 de la mañana de aquel jueves 7 de enero me desperté, di un beso a Ana que se revolvió en la cama, fui al baño, me duche, me afeité, me vestí, les di un beso a las niñas y salí de casa como si de un ladrón se tratara, pensando que ya desayunaría en el aeropuerto.

Me dirigí a una calle principal, junto a una parad de metro, donde habitualmente pasaban taxis, paré uno y le pedí que me llevara al aeropuerto. De aquel trayecto hay algo muy curioso, y es que no recuerdo en absoluto el camino, oía como una voz que me hablaba desde lejos y que interpreto que era el taxista, a la cual no le hacía ni pito caso porque yo ya estaba de nuevo dentro de mi, aunque debo confesarte que con el estómago encogido como si fuera a mi primera presentación en público.

Fíjate – le dijo Pedro a Juan Carlos – no tengo recuerdo del trayecto pero sí de lo que pasó a partir de entonces, todo sensaciones, emociones que me embargaban de una forma muy intensa.

Recuerdo que pagué y bajé del taxi, aunque no sabría decirte si hacía frío o calor, cogí la tarjeta de embarque para el vuelo de las 07,30, con lo que podría estar en la oficina a las 09,30, una hora más que respetable, teniendo en cuenta el horario de la capital; mis pasos me llevaron hasta la cafetería de la terminal donde me encontré con una antigua amiga de la facultad, Ana también se llama, vestida de una forma un tanto rara para ser la ejecutiva que yo recordaba.

Me contó que se había separado, que había perdido a los niños, algo muy poco habitual para la época y que aquello había sido lo mejor que le había podido pasar, no por perder a sus hijos, que tendrían poco más o menos la edad de las mías, si no porque le habían permitido tomar conciencia de la forma en la que estaba viviendo su vida, de forma completamente desequilibrada. Verdaderamente, su relato hacía que me pareciera estar oyendo mi propia historia, aunque unos meses adelantada. Me contó su zozobra de ver que su vida se desmoronaba, que nada de lo que ella consideraba una vida de éxito, había conseguido colmarla y que esa separación supuso, para ella, una especie de interruptor de Vida que le permitió volver a ser ella.

Aquello me hizo pensar durante muchas semanas –dijo Pedro con cara de ensoñación, como de quien recuerda algo que no tiene claro si pasó o era fruto de su imaginación -. Era una señal muy clara de lo que podía llegar a pasar pero, en aquel momento, lo único que veía era que tenía que llevar un sueldo a casa, por más que me doliera la separación temporal de los míos.

No lo hagas Pedro – me dijo Ana, mi amiga- , no vale la pena, no hay nada que valga la pena hasta esos extremos. Nos despedimos y, como tantas otras veces, pensé que no volvería a verla más, pero el destino tenía otras cartas reservadas para aquella partida.

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