CAPITULO III
Necesito quererme (V)
Aquella última semana la apuramos yendo de compras de reyes para las
niñas, poniendo toda la ilusión en ello, pero notando también como una parte de
mi se iba rompiendo, como esa sensación de estar perpetrando una estafa
emocional, se consolidaba en mi.
¿No lo comentaste con Ana? –preguntó Juan Carlos-
No, y visto con perspectiva, ojalá lo hubiera hecho, porque ella me
habría abierto los ojos, pero déjame que acabe con esta parte de la historia –
dijo Pedro mientras el reloj de pared marcaba la 1 de la madrugada –
Llegó el día de reyes y todo fue como en un cuento, primero abrimos los
regalos en casa, Ana emocionada y Cata sin saber bien que era lo que pasaba
pero muy excitada por que veía a su hermana como una moto y un montón de
juguetes nuevos y muñecas. Mi mejor regalo fue recuperar a Ana y el suyo, mi
ternura, mi mirada de adoración. Los regalos materiales que nos habíamos
comprado el uno al otro, no podían igualar a las emociones.
Después fuimos a casa de mis suegros, donde la tradición imponía unas
reglas de juego que, en ningún caso, podían vulnerarse, so pena que un
encantamiento de la Bruja, se llevara todo lo que los Magos habían traído
durante la noche.
Sentía que mi crédito se acababa, al día siguiente, volaría a Madrid y
empezaría de nuevo la ruleta rusa.
Caray!, Juan Carlos, te veo hecho un jabato, sin un bostezo ni un signo
de cansancio, y eso que ya es la 1 de la mañana, o sea, ese miércoles en que
vas a tastar el mejor suquet de pescado que has probado en tu vida, y la verdad
es que si me meto en la cama, tampoco creo que se capaz de dormirme en un buen
rato –dijo Pedro con un deje cómico que más que pedir rogaba a su amigo un rato
más de charla-
Sí, no estoy cansado y sí con un cierto gusanillo, pero no tanto como
para cenar, ¿qué te parece si trasteo un poco por la cocina en busca de algún
tentempié? – dijo Juan Carlos mientras empezaba a levantarse de la butaca-.
No, deja, deja, sigue tu con el fuego que te has revelado como un
auténtico experto en mantener la lumbre y yo prepararé algo con lo que te
chuparás los dedos –dijo Pedro mientras se desperezaba y se dirigía hacia la
cocina-.
Juan Carlos oía ruidos de latas que se abrían, picadoras eléctricas que
trituraban algo y, al cabo de unos minutos, apareció Pedro con una bandeja en
la que había un bol con una pasta de color marrón grisáceo, de una textura
parecida a la de la sobrasada, una botella de vino blanco “Blanc Pescador”
abierta y un par de copas.
Fíjate bien en esto, Juan Carlos, lo probé en un restaurante de por aquí
y no paré hasta dar con la receta, muy tonta, por otro lado. No es más que una
lata de olivas negras sin hueso, aceite de oliva virgen y una lata grande de
anchoas, algo a lo que llaman Olivada y que tiene un sabor y una textura muy
peculiares, ya verás, pruébalo.
Juan Carlos, no sin cierta prevención, untó una tostada pequeña con el
mejunje que Pedro le acercaba y lo llevó a la boca, masticando muy poco a poco,
como si no quisiera llegar a paladear el bocado, hasta que su cara cambió por
completo cuando percibió los matices de su sabor, especialmente el del aceite
de oliva Virgen, fuerte y sabroso, acentuando el sabor a mar de la anchoa y el,
hasta cierto punto amargo, de la oliva.
Realmente sabroso, de verdad, y eso que no lo creía demasiado –dijo Juan
Carlos jocoso-
No hace falta que lo jures, no -respondió Pedro con una sonora carcajada
– cualquiera hubiera pensado al ver tu cara que estabas tomando aceite de
hígado de bacalao o algo parecido.
Pedro llenó las copas y brindaron por esa semana de reencuentro, de
complicidad y de camaradería, para tomar un sorbo de vino que llenó sus bocas
de la aguja de aquel vino tan maravillosamente acorde con el momento, fresco y
con un toque muy característico.
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