martes, 8 de mayo de 2012

EL ÉXITO ERES TÚ (XV)


CAPITULO III

 Necesito quererme (I)
Está refrescando a base de bien - dijo Juan Carlos apretando un poco más su bufanda de lana - aunque, claro, en esta época digo yo que será normal, salvo que las cosas en la costa catalana hayan cambiado mucho; son las 6 de la tarde y el sol ya ha hecho su despedida aunque, eso sí, por todo lo grande.

Sí, desde luego, nada mejor como ver la despedida de un día después de Tramontana, con la atmósfera despejada y estos tonos rojizos jugueteando por el aire. No hay nada tan maravilloso como lo que nos brinda la naturaleza, y eso no es de pago – dijo Pedro con una cara un tanto entumecida por el frío y la humedad –

Bueno Juan Carlos, creo que en estas tres horitas cortas esos canelones ya han más que bajado, aunque hay que reconocer que esta mujer, Montserrat, cocina como los ángeles.

Sí, y flirtea también como los demonios – dijo con cierta sorna Juan Carlos soltando una carcajada – Pobre mujer, vaya chasco se ha llevado cuando le he hablado de los negocios de mi mujer.

Pues mira, ahí has estado francamente elegante, ha sido una forma de lo más fina de no generarle expectativas, aunque hay que reconocer que la pobre se ha quedado bien fastidiada, pero no te preocupes, ya verás como mañana ni se acuerda del tema y nos vuelve a dar de comer de maravilla, además, será miércoles y eso querrá decir que Manel, su cuñado, habrá salido esta noche a pescar ya que no hay tramontana. No es por decirlo pero será difícil que comas un pescado como el de aquí.

Pues no te digo yo que no me apeteciera comer un suquet de pescado como el que había comido con mis padres hace…no sé, 200 ó 300 años.

¡Dalo por hecho! Y ahora, ¿qué te parece si vamos tirando hacia casa?, pasamos antes por el colmado, compramos un poco de bull, unos tomates y cuatro cosas que hacen falta para cenar como merecemos, volvemos a encender un buen fuego y te sigo contando.

Como quieras, aunque no entiendo como puedas pensar en la cena después de cómo nos hemos puesto con la comida de tu amiga Montse.

Chico, tampoco hay para tanto y, además, no tenemos porque cenar pronto.

El atardecer era frío y muy claro, la tramontana había dejado una atmósfera limpia, muy parecida a la sensación que Pedro tenía con la confesión a su amigo. Sus pasos les llevaron hasta la tienda de ultramarinos, una especie de tienda de todo y de nada a la vez, donde podías encontrar desde unas alpargatas (en temporada), hasta un buen jamón del país.

Juan Carlos pudo ver con el cariño que trataba la gente en el pueblo a Pedro, no había persona que no le dirigiera una sonrisa, una palmada en la espalda, un sincero “hasta ahora”; realmente se le veía sereno, plácido y tranquilo con el mundo en general y con él mismo en particular. Eso debía ser el éxito se dijo así mismo, o eso, o algo muy parecido, pero no el éxito que le había contado que era un engaño, si no el real, el que él apreciaba como tal.

Ya eran casi las 7 cuando salieron de la tienda, las luces del pueblo estaban iluminadas y se veían las luces de algunas barcazas de pescadores en la mar, el viento estaba calmo y la temperatura era fría, muy fría, de unos 4 ó 5 grados, acentuada por la humedad que calaba hasta los huesos.

Esta temperatura – dijo Juan Carlos – despeja a un muerto, madre mía, que frío. Ya no recordaba lo que era el invierno en la Costa Brava, estoy aterido.

Venga, en cinco minutos llegamos a casa y encendemos un buen fuego. Eso es lo bueno de tener un contratiempo, en cuanto se soluciona, la sensación es mucho más placentera. Parece mentira que no apreciemos las cosas hasta que nos faltan, aunque estoy contigo en que hace cierto fresquito.

Entraron en la casa que aún mantenía el calor del fuego de la mañana, lo cual hizo dar un respingo a Juan Carlos, por el cambio de temperatura. Notó como la sangre empezaba de nuevo a circular por todos y cada uno de sus capilares sanguíneos, reconfortando su cuerpo de la cabeza a los pies.

Pedro se afanó en preparar un buen fuego mientras Juan Carlos cacharreaba en la cocina poniendo agua a hervir para tomar una infusión bien caliente. Al cabo de pocos minutos, la Bullote lanzó su pitido inconfundible, confirmando que el agua estaba a punto y la puso en las tazas en las que ya había colocado los pequeños filtros con las hierbas.

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