CAPITULO III
Necesito quererme (I)
Está refrescando a base de bien - dijo Juan Carlos apretando un poco más
su bufanda de lana - aunque, claro, en esta época digo yo que será normal,
salvo que las cosas en la costa catalana hayan cambiado mucho; son las 6 de la
tarde y el sol ya ha hecho su despedida aunque, eso sí, por todo lo grande.
Sí, desde luego, nada mejor como ver la despedida de un día después de
Tramontana, con la atmósfera despejada y estos tonos rojizos jugueteando por el
aire. No hay nada tan maravilloso como lo que nos brinda la naturaleza, y eso
no es de pago – dijo Pedro con una cara un tanto entumecida por el frío y la
humedad –
Bueno Juan Carlos, creo que en estas tres horitas cortas esos canelones
ya han más que bajado, aunque hay que reconocer que esta mujer, Montserrat,
cocina como los ángeles.
Sí, y flirtea también como los demonios – dijo con cierta sorna Juan
Carlos soltando una carcajada – Pobre mujer, vaya chasco se ha llevado cuando
le he hablado de los negocios de mi mujer.
Pues mira, ahí has estado francamente elegante, ha sido una forma de lo
más fina de no generarle expectativas, aunque hay que reconocer que la pobre se
ha quedado bien fastidiada, pero no te preocupes, ya verás como mañana ni se
acuerda del tema y nos vuelve a dar de comer de maravilla, además, será miércoles
y eso querrá decir que Manel, su cuñado, habrá salido esta noche a pescar ya
que no hay tramontana. No es por decirlo pero será difícil que comas un pescado
como el de aquí.
Pues no te digo yo que no me apeteciera comer un suquet de pescado como
el que había comido con mis padres hace…no sé, 200 ó 300 años.
¡Dalo por hecho! Y ahora, ¿qué te parece si vamos tirando hacia casa?,
pasamos antes por el colmado, compramos un poco de bull, unos tomates y cuatro
cosas que hacen falta para cenar como merecemos, volvemos a encender un buen
fuego y te sigo contando.
Como quieras, aunque no entiendo como puedas pensar en la cena después
de cómo nos hemos puesto con la comida de tu amiga Montse.
Chico, tampoco hay para tanto y, además, no tenemos porque cenar pronto.
El atardecer era frío y muy claro, la tramontana había dejado una
atmósfera limpia, muy parecida a la sensación que Pedro tenía con la confesión
a su amigo. Sus pasos les llevaron hasta la tienda de ultramarinos, una especie
de tienda de todo y de nada a la vez, donde podías encontrar desde unas
alpargatas (en temporada), hasta un buen jamón del país.
Juan Carlos pudo ver con el cariño que trataba la gente en el pueblo a
Pedro, no había persona que no le dirigiera una sonrisa, una palmada en la
espalda, un sincero “hasta ahora”; realmente se le veía sereno, plácido y
tranquilo con el mundo en general y con él mismo en particular. Eso debía ser
el éxito se dijo así mismo, o eso, o algo muy parecido, pero no el éxito que le
había contado que era un engaño, si no el real, el que él apreciaba como tal.
Ya eran casi las 7 cuando salieron de la tienda, las luces del pueblo
estaban iluminadas y se veían las luces de algunas barcazas de pescadores en la
mar, el viento estaba calmo y la temperatura era fría, muy fría, de unos 4 ó 5
grados, acentuada por la humedad que calaba hasta los huesos.
Esta temperatura – dijo Juan Carlos – despeja a un muerto, madre mía,
que frío. Ya no recordaba lo que era el invierno en la Costa Brava, estoy
aterido.
Venga, en cinco minutos llegamos a casa y encendemos un buen fuego. Eso
es lo bueno de tener un contratiempo, en cuanto se soluciona, la sensación es
mucho más placentera. Parece mentira que no apreciemos las cosas hasta que nos
faltan, aunque estoy contigo en que hace cierto fresquito.
Entraron en la casa que aún mantenía el calor del fuego de la mañana, lo
cual hizo dar un respingo a Juan Carlos, por el cambio de temperatura. Notó
como la sangre empezaba de nuevo a circular por todos y cada uno de sus
capilares sanguíneos, reconfortando su cuerpo de la cabeza a los pies.
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