CAPITULO III
Necesito quererme (II)
Venga Juan Carlos – dijo a voz en grito Pedro desde la sala – ya tenemos
un fuego que nos va a tener calentitos, como dos abueletes, unas cuantas horas.
Juan Carlos entró con las tazas en una bandeja y las dejó sobre una
mesita accesoria colocada entre las dos butacas orejeras, de cretona, una de
las joyas de la casa, encontradas en un brocanter de un pueblo cercano,
Peratallada, una de las maravillas medievales del Empordá.
Se quedaron un rato en silencio, escuchando el crepitar del fuego y el
chisporroteo de la resina que estallaba al contacto con el calor. Realmente,
estaban ensimismados mientras a sus rostros iba retornando el color, la sangre
volvía a circular por sus venas y eso les daba una sensación de vida y
bienestar, a la par que les abstraía de todo, cautivándoles con su baile
juguetón.
Bueno Pedro, ¿cómo sigue la historia?, te habías quedado en las vacaciones forzosas que te había
dado Ruiz.
Sí, la verdad es que se portó muy bien; recuerda que adelantó 5 días su
regreso y que nos vimos el 9 de diciembre, el día de la Constitución, o sea, un
festivo. Según me dijo Marga, se asustó mucho y diría que llegó a sentirse
culpable por permitir el ritmo trepidante que me había autoimpuesto, muy
superior al que él había llevado en los años en los que ocupó mi puesto.
De acuerdo pero, por lo que cuentas, fuiste tu el que se impuso el
ritmo, el que decidió trabajar 14 horas al día, el que escogió trabajar los
fines de semana, el que cambiaba sus prioridades familiares por las
profesionales – dijo Juan Carlos –
Cierto, pero como Jefe, uno debe saber donde está el límite que va a
permitir a su Equipo, por más que los resultados tengan importancia, si no, te
expones a no ser más que un criadero de gente quemada que no hace otra cosa que
quemar, a su vez, a las personas que trabajan con ellos. Según me confesó el
propio Ruiz años después, aquel incidente le marcó de un modo que jamás habría
imaginado.
La charla que tuvimos le hizo tomar conciencia de la velocidad que
llevábamos, los riesgos que estábamos corriendo y que no pensaba permitir. Ruíz
es un gran hombre, sin ninguna duda.
Bien, prosiguiendo con la historia, salí del despacho de Ruíz con la
promesa de no volver hasta un mes después. Salí a la calle y en Madrid estaba
cayendo una buena nevada; yo iba como borracho, como si fuera otro el que
estuviera circulando con mi cuerpo, hasta el punto de tener la sensación de
verme desde fuera….no sé, algo muy raro, aunque tiempo después descubriría que
era algo normal en mi estado.
No recuerdo como, pero llegué a casa alrededor de las 6 y allí me estaba
esperando Ana, preocupada y cariñosa a la vez; abrió la puerta y al verme me
abrazó y se puso a llorar otra vez; notaba sus sollozos y sus lágrimas en mis
propias mejillas. Ella también se sentía culpable por haberme dejado solo; es
lo cruel de este tipo de situaciones, que hieren a todo el mundo y hacen
sentirse culpable a quien menos lo es.
Estuvimos cenando con todo el cariño que había faltado en esos últimos
años, parecíamos dos tortolitos y nuevamente hubieron muchas promesas, esta vez
ciertas, de cambios de comportamiento. No te cuento como acabó la cena porque
un andaluz de adopción como tu puede imaginarlo perfectamente – dijo Pedro con
un guiño de complicidad y picardía -.
Serían poco más o menos las 9 de la noche cuando llamamos a casa de sus
padres para hablar con las niñas, a las que habían mantenido despiertas para
que pudieran hablar con papá. Créeme si te digo que nunca las voces de mis
hijas me habían sonado tan deliciosas, aquellas lengüecillas de trapo que
apenas pronunciaban frases coherentes. Sus risas me acompañaron muchas semanas
y fueron, en parte, mi salvación.
Estuve del orden de una hora de reloj hablando con mi suegro, un hombre
como pocos, una persona que me acogió como si fuera su hijo. Dijo poco, muy
poco, tan solo escuchó mi historia y me tranquilizó diciéndome que el lunes de
la semana siguiente había concertado un chequeo en un centro médico de la Mutua
en la que había trabajado.
Nos metimos en la
cama a las 11 de noche y nos despertamos doce horas más tarde, con una
sensación de felicidad como no recordaba desde hacía mucho tiempo. Abrimos las
cortinas de la habitación y descubrimos un Madrid cubierto con un manto blanco,
el termómetro marcaba -5º en el exterior pero lucía un sol brillante.
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