Hoy me he perdido en la mirada de
un niño de no más de 3 ó 4 años; esperaba en la calle a que me abrieran la
puerta de la oficina de un buen amigo, socio de proyectos y de manteles, cuando
he notado que alguien me miraba.
Al darme la vuelta, he
descubierto una carita de aquellas que sueñan ya en la próxima travesura, una
cara de pura alegría, de diversión y, sobre todo, de descubrimiento, en la
guardería, al otro lado del cristal. No le ha faltado tiempo para sacarme la
lengua de forma completamente natural, como aquel que no quiere la cosa, a lo
que yo no me he podido resistir, devolviéndole la jugada con la misma moneda,
lo cual ha arrancado una buena carcajada en aquel manojo de ilusiones.
La cosa no hubiera pasado de ahí
si no me hubiera venido la imagen de la pureza, la limpieza, la transparencia y
la falta de elementos de maldad. Todo en él era grandiosidad, esa grandiosidad
de la alegría que, en segundos, se puede tornar llanto sin lágrimas de pura
rabieta.
Eso me ha hecho pensar en la curiosidad
del niño, aquel capaz de caerse y volverse a levantar una y otra vez, sin miedo
al error, sin prejuicios que le limiten, intentando sin cesar conseguir aquello
que se ha propuesto, sin desfallecer, sobreponiéndose a las rodillas peladas, a
las costras en la frente y a las palmas de las manos desolladas de sus
aterrizajes en pavimentos poco amables.
Debo confesar que me he
zambullido en su mirada risueña, que me he contagiado de ella y que esa
sensación me ha acompañado todo el día, como si no estuviera de acuerdo con el
día gris que nos había tocado en suerte y hubiera elegido una perspectiva más
halagüeña de mi realidad cotidiana.
Maravillosa infancia, esponja de
aprendizaje, albergue de sueños mágicos de los que, un día, se cumplirán unos y
otros quedarán en el camino aunque, si ese niño es capaz de mantener esa
sonrisa burlona, esa actitud curiosa y esa osadía de vida, apuesto a que serán
más los primeros que los segundos.
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