CAPITULO III
Necesito quererme (VI)
Esa noche fue muy dura, empezó a decir Pedro, y lo fue porque, como te
decía, me sentía un estafador emocional, alguien sin derecho a ser querido de
la forma en la que lo estaba siendo; en aquel momento, no podía llegar a
entender que no me querían por lo que hacía si no por lo que era, que no había
un debe y un haber, un ayer y un mañana, si no que había un hoy, un ahora, del
que disfrutar, al que paladear, como si de un helado se tratara.
La pasé en blanco, fui incapaz de dormir ni cinco minutos, dándole
vueltas y más vueltas a mi situación, a lo que había pasado, a la suerte que
tenía de que mi familia fuera como era y al miedo que me daba de haberme roto,
profesionalmente, para siempre. Simplemente, no podía imaginar una vida sin que
fuera el principal sustento de la familia, tal y como me habían enseñado de
pequeño.
Desde la perspectiva del tiempo pasado, veo que no somos conscientes, en
demasiadas ocasiones, de lo importante que es aprovechar el ahora, el aquí, sin
planes, sin recuerdos, viviendo simplemente, haciendo del camino el objetivo en
sí mismo.
No sé si te sigo – dijo Juan Carlos sinceramente interesado en la
reflexión de su amigo-
Sí, dijo Pedro, fíjate en nosotros, ahora, compartiendo este momento,
con el fuego que nos da la leña, con este vino en la mano, con esta tostada en
la boca, con tu compañía, con mi relato, disfrutando de este minuto en este
sitio concreto, sin pensar en lo que será mañana.
Si en aquel momento lo hubiera sido, habría disfrutado del momento, de
Ana y de las niñas, aplazando el futuro para el día siguiente en que ya sería
presente, permitiéndome gozar de aquellos instantes que sabía efímeros, del
olor a jabón del baño de las niñas, de la colonia de Ana, de la crema que hace
30 años que se pone cada noche, o casi, con el mismo movimiento automático que
le hace disfrutar de su momento del día que tiene reservado para ella sola.
Ni tan siquiera llegó a sonar el despertador; a las 5,00 de la mañana de
aquel jueves 7 de enero me desperté, di un beso a Ana que se revolvió en la
cama, fui al baño, me duche, me afeité, me vestí, les di un beso a las niñas y
salí de casa como si de un ladrón se tratara, pensando que ya desayunaría en el
aeropuerto.
Me dirigí a una calle principal, junto a una parad de metro, donde
habitualmente pasaban taxis, paré uno y le pedí que me llevara al aeropuerto.
De aquel trayecto hay algo muy curioso, y es que no recuerdo en absoluto el
camino, oía como una voz que me hablaba desde lejos y que interpreto que era el
taxista, a la cual no le hacía ni pito caso porque yo ya estaba de nuevo dentro
de mi, aunque debo confesarte que con el estómago encogido como si fuera a mi
primera presentación en público.
Fíjate – le dijo Pedro a Juan Carlos – no tengo recuerdo del trayecto
pero sí de lo que pasó a partir de entonces, todo sensaciones, emociones que me
embargaban de una forma muy intensa.
Recuerdo que pagué y bajé del taxi, aunque no sabría decirte si hacía
frío o calor, cogí la tarjeta de embarque para el vuelo de las 07,30, con lo
que podría estar en la oficina a las 09,30, una hora más que respetable, teniendo
en cuenta el horario de la capital; mis pasos me llevaron hasta la cafetería de
la terminal donde me encontré con una antigua amiga de la facultad, Ana también
se llama, vestida de una forma un tanto rara para ser la ejecutiva que yo
recordaba.
Me contó que se había separado, que había perdido a los niños, algo muy
poco habitual para la época y que aquello había sido lo mejor que le había
podido pasar, no por perder a sus hijos, que tendrían poco más o menos la edad
de las mías, si no porque le habían permitido tomar conciencia de la forma en
la que estaba viviendo su vida, de forma completamente desequilibrada.
Verdaderamente, su relato hacía que me pareciera estar oyendo mi propia
historia, aunque unos meses adelantada. Me contó su zozobra de ver que su vida
se desmoronaba, que nada de lo que ella consideraba una vida de éxito, había
conseguido colmarla y que esa separación supuso, para ella, una especie de
interruptor de Vida que le permitió volver a ser ella.
Aquello me hizo pensar durante muchas semanas –dijo Pedro con cara de
ensoñación, como de quien recuerda algo que no tiene claro si pasó o era fruto
de su imaginación -. Era una señal muy clara de lo que podía llegar a pasar
pero, en aquel momento, lo único que veía era que tenía que llevar un sueldo a
casa, por más que me doliera la separación temporal de los míos.
No lo hagas Pedro – me dijo Ana, mi amiga- , no vale la pena, no hay
nada que valga la pena hasta esos extremos. Nos despedimos y, como tantas otras
veces, pensé que no volvería a verla más, pero el destino tenía otras cartas
reservadas para aquella partida.
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