CAPITULO III
Necesito quererme (III)
Todo y mi sensación de felicidad, no me abandonaba tampoco una sensación
de incertidumbre, de sentimiento de culpa, de suciedad por mi comportamiento,
ya no solo con Ana y las niñas, si no con toda aquella gente buena que me
quería y a la que había ignorado; ¿te has fijado el aprecio que nos tenemos con
la gente del pueblo?
Si – dijo Juan Carlos – la verdad es que me ha sorprendido por su
calidez y por su autenticidad.
Bueno, cuando el sentimiento es auténtico y no hay fingimientos, las
emociones se tornan naturales. Esas eran personas que me conocían desde
pequeño, con algunas de ellas habíamos jugado mucho y nos habíamos tirado al
agua desde unas rocas que ponen los pelos de punta y que mañana te enseñaré, y
yo las había olvidado, “no eran de mi circulo, eran provincianos” había llegado
a decir; de algún modo, había renunciado a mis orígenes por un malentendido
clasismo.
Ahora, hay una relación con el corazón, honesta y sincera, como procuro
que sean todas mis relaciones, aunque en aquel momento aún no lo sabía, todo y
que lo intuía. Me doy cuenta ahora, ¡que ciego estaba entonces!, de que la
riqueza de las personas no está en lo que tienen o a qué se dedican, si no en
su interior, en su ser, en sus valores.
Bueno, que me voy por las ramas. Era el 10 de diciembre, llamé a Marga y
le pedí que nos reservara dos billetes en el puente aéreo. Nos fuimos de Madrid
sin que lo supieran más que Ruiz y Marga, ¡ah!, y la portera, que esa no perdía
ripio. La critiqué mucho pero ahora la recuerdo con cariño.
Cuando el avión hizo las maniobras de aproximación a Barcelona, un
montón de sentimientos se arremolinaron en mi cabeza; veía el mar y una
maravillosa ciudad a mis pies. Hacía tiempo que no me había parado a mirar la
belleza que había en los pequeños detalles, siempre pensando en la forma de ser
más eficientes y más eficaces, de gastar menos y cobrar más a nuestros
clientes, preocupándome de hacer y no de ser, sin regar la simiente de mi
crecimiento interior; la línea del horizonte de la ciudad era mi vieja amiga,
la que volvía siempre, pasara lo que pasara.
Al salir del finger y atravesar las puertas que dan acceso a la terminal
de llegadas, enseguida vimos a mi cuñado, con esa barba cuidada, esa mirada
dulce, ese cariño que siempre me había mostrado y que tan poco había percibido.
Nos fundimos en un abrazo largo, muy largo, en el que no hacía falta decir nada
porque todo se contenía en la mirada, en la intensidad de nuestra emoción; la
verdad es que ahí me volví a dar cuenta de cuantas cosas había dejado de lado
por el trabajo, cuantos abrazos, cuantos buenos ratos, cuantas emociones sin
expresar.
Las niñas venían con su tía; piensa que Ana tenía cuatro añitos y
Catalina tres e iba en sillita. La cara de Ana hija se iluminó al verme como si
fuera un árbol de Navidad, no se cómo pero saltó de los brazos de su tía a los
míos. Nunca más he vuelto a tener una sensación como aquella al abrazar a mi
hija, ¡era tanto lo que la necesitaba!, y ella me lo daba sin pedirme nada a
cambio, sin recriminarme nada, claro que Ana madre se había ocupado de que no
hubieran deudas emocionales pendientes.
Aquel día cenamos en casa de mis suegros y Ana pequeña no se separó de
mi hasta que cayó rendida de sueño, parecía que no quisiera que volviera a
desaparecer, que tuviera miedo de alejarse y, al volver, su papá ya no
estuviera. Recuerdo que se me quedó dormida en los brazos y no paraba de
acariciarle el pelo, mientras su babita me iba empapando el hombro, sin que me
diera ni cuenta.
La cena discurrió de una forma distendida, alegre porque, como dijo mi
suegro, un hijo suyo había vuelto a casa –aquí, a Pedro se le quebró la voz presa
de la emoción – Chico, perdona pero aquel comentario fue para mi como si una
apisonadora hubiera entrado en mi corazón.
No te preocupes - dijo Juan Carlos un tanto azorado, aunque admirado de
la emoción de su amigo -. Mientras te pasas el pañuelo, avivo un poco el fuego
y pongo otro tronco, que el fuego se ha ido consumiendo y apenas queda nada;
por cierto, ¿qué hora es?
Pues, si el reloj de pared no falla, llevamos cuatro horas de cháchara,
son las 11, ¿tienes hambre?
Pues si te digo la verdad, aún tengo los canelones de Montse circulando
por mi estómago – dijo Juan Carlos mientras colocaba bien un tronco bien grueso
que no tardó en prender.
Pues entonces nada mejor que un Vermouth de los que hacen por aquí para
abrir el apetito. – Pedro abrió el mueble bar, cogió un par de vasos que llevó
a la cocina, donde puso hielo y una rodaja de limón, regresando a la sala donde
escanció unas generosas medidas del vermouth –
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