Ayer paseaba por Barcelona cuando, al mirar hacia el cielo, vi un ave a una altura poco usual, iba muy alta, realmente muy alta; es igual que tipo de ave era, aunque imagino que sería una de las habituales por estas tierras, una paloma o una gaviota pero, en cualquier caso y para lo que nos ocupa, sería como hablar de un catalán, un extremeño, un madrileño o un murciano.
¿cómo vería ese ave la realidad de aquel momento?, ¿cómo vería los problemas que le atañen cuando baja a picotear su comida?, ¿cómo vería su nido?, ¿cómo su circulo de coetáneas?
Imagino la vista, como cuando subo a un lugar que forma parte de Barcelona pero que está elevado sobre ella: la carretera de Vallvidrera. Las veces que he parado en su mirador, la ciudad se muestra a mis pies y puedo ver el mar y la montaña con solo girar la cabeza, veo la grandiosidad de la ciudad con un golpe de vista, pero debo reconocer que soy incapaz, entonces, de captar los más pequeños matices.
De algún modo, esa visión me permite observar el todo y tener una visión del conjunto, algo que en ocasiones me resulta tremendamente útil para no perderme en naderías que no me conducen a lugar alguno.
A mis clientes les suelo pedir que imaginen su vida desde arriba, como si fueran un águila, capaz de subir centenares de metros para observar el conjunto y de bajar rápido si ello es necesario para atender esa necesidad que les acucia, pero habiéndola visto antes desde el aire, desde la distancia, formando parte de un todo.
Cuando eso ocurre, en multitud de ocasiones, el cliente tiende a tener una visión distinta de las cosas, ya que las ha podido observar en su interacción con el resto de su vida, de sus circunstancias, y es entonces cuando surge la riqueza y el aprendizaje, es cuando toma decisiones desde otra óptica, cuando toma conciencia de la interdependencia necesaria de las diferentes facetas de su vida.
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