CAPITULO III
Necesito quererme (IX)
Estábamos en un bar del centro de la ciudad, muy cerca de la Catedral,
en el barrio de la Santa Cruz; las calles estaban realmente abarrotadas, y eso
que era el lunes o el martes, ya ni te cuento como se ponen el jueves o viernes
santo!!. Bien, el hecho es que estábamos tomando un vino cuando, de repente, el
camarero se quedó como clavado, con la vista fija en la calle; el Jefe, el amo,
le recriminó su actitud: Quillo, un poco más de alegría y de movimiento – dijo
con ese acento sevillano tan característico –
Pero hombre de Dios –le contestó el chaval en un acento muy parecido -,
¿cómo quiere que haga ná con eso pasando por la calle.
Te parecerá una tontería –dijo Juan Carlos – pero el paso, la procesión,
estaba justo ante el bar y cuando el chaval dijo aquello, tenía los ojos
anegados en lágrimas y la cara roja de la emoción. Ese día entendí muchas cosas
del carácter andaluz, de su grandeza, de su pasión, de cómo necesitan exprimir
el momento, sin prisas, sin agobios, sintiendo todos los matices de esa
emoción, sin falsos pudores. Ese día me enamoré de Andalucía y de los
andaluces.
Luego pude ver el fervor de aquellas gentes, la pasión con la que viven
su Vida, capaces de arrastrar un paso sobre sus hombros, de llorar a lágrima
viva por que no puede salir la procesión por la lluvia, de andar horas y horas,
descalzos por la calle, en penitencia por sus pecados. Son gentes a las que la
emoción no les asusta aunque, eso sí, son muy distintos de los catalanes,
aunque igual de adorables.
Siempre me han admirado aquellas tierras y sus gentes - dijo Pedro sin
apartar ni un momento la vista de la carretera – especialmente por lo distintos
que son a nosotros y por lo complementarios que podemos llegar a ser unos y
otros. Realmente es la diversidad la que nos aporta el crecimiento, sacar del
otro aquello que me puede hacer crecer; la complementariedad en su más puro
estilo.
El viaje fue un suspiro y, a las 09,00 h., entraban en Figueres, una
hermosa ciudad, límpia, desahogada, con alguna gente por la calle, personas que
se dirigían a acompañar a sus hijos a sus colegios, a su trabajo, a la
compra….todo ello con un ritmo notablemente más pausado del que era habitual en
las grandes urbes españolas, algo que provocó de nuevo el comentario de Pedro.
Date cuenta, Juan Carlos, la Vida en estas ciudades pequeñas es de otro
tipo, las personas tienen tiempo para ser ellas mismas, para paladear cada
momento, sin la histeria colectiva que parece desatarse en un Madrid o un
Barcelona, ciudades que conozco bien en toda su intensidad.
Pedro aparcó el coche en una zona azul cercana a un parque, la
temperatura era baja, seguía en torno a los 0º y el frío intenso, aunque el
viento estaba en calma y no tenían la sensación del día anterior, en que el
aire producía la sensación de pequeños alfileres clavándose en la cara.
A la entrada del restaurante, se anunciaba el desayuno con buffete de
7,00 a 11,00 h, así que entraron y se acomodaron en la mesa a la que les
acompañó uno de los camareros. La conversación fue ligera, hablaron de sus
niñas, del ritmo de los estudios que habían llevado, de unas vidas que daban
continuidad a las suyas propias, de unos valores inculcados que daban resultado
y que estaban basados en la libertad y en la asunción de responsabilidades.
Eso Pedro - dijo Juan Carlos – es algo de lo que no me arrepentiré
jamás, de ir a contracorriente, de educar a los críos según tus creencias pero
dándoles la libertad de elección en cuanto tienen madurez suficiente para ello,
poniendo límites, siendo coherentes, con lo de coste y desgaste que eso supone.
Sin apensa darse cuenta, se les habían hecho las 10,30 h., por lo que
pidieron la cuenta, pagaron y se dirigieron con tranquilidad hacia el museo
Dalí.
Hay algunas cosas muy curiosas en el museo que, sin duda alguna,
conocerás, pero que no deja de ser curioso verlas en directo, por lo que de
aprendizaje se puede sacar de ellas, Juan Carlos. ¿Alguna vez has estado en el
museo?
Pues la verdad es que no, no estuve de jovencito porque no era un tipo
de arte que me llamara la atención y, ¡imagínate!, han pasado 25 años desde que
me fui, así que….¡no me digas que es aquel edificio de los huevos en el tejado!
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