Una deliciosa película, Midnight in Paris, woodiliana por los cuatro costados que consiguió hacernos pasar un buen rato y salir del cine con aquella sonrisa que queda tras haber pasado un buen rato en buena compañía, compartiendo palomitas y sensaciones.
Pero esa tan solo fue una parte, porque, como en todo aquello que nos ocupemos en analizar, hay un aprendizaje subyacente.
En un momento de la película nuestro protagonista, un simpático escritor de guiones trasladado, por arte de encantamiento, a una época pretérita en la que se codea con Salvador Dalí, Ernest Hemingway o el mismo Pablo Picasso, llegando a tener un escarceo con una de las amantes de los dos últimos, me acompaña a una interesante reflexión.
Este protagonista, comparte música, taberna e incluso editora con los antes mencionados, saboreando la miel del París de los años 50, disfrutando todo su glamour, su encanto, su hechizo, llegando a romper con su prometida para poder vivir en esa parte del pasado que el azar ha preparado para él.
En un momento dado, se encuentra en la época preferida de su bonita acompañante, “La Belle Epoque”, esa época de preguerra con los coches de caballos como señores de las rues parisinas y Maxims como foro de encuentro de Gaugain, Matisse, Degas u otros impresionistas de la época. La chica le dice que ella no quiere regresar a su tiempo y que prefiere quedarse en aquel tiempo que “siempre fue mejor”, como mejor creía él que era la época vital de nuestra protagonista. Ella decide quedarse, él decide regresar.
En su argumento cita la falta de antibióticos, la muerte por un simple sarampión y aduce hechos constatables de la bondad, pese a todo, de su época.
Decidimos mirar en el espejo del pasado, sin tener en cuenta que lo maquillamos a nuestro antojo, dándole la forma que más nos apetece, o quizás nos dirigimos al siempre socorrido futuro, donde todo está por ocurrir y, por tanto, moldeándolo también según nuestra apetencia, perdiendo la maravilla del ahora, del aquí.
La reflexión me golpeó en pleno diálogo de los protagonistas, haciéndome consciente de la enormidad de vida que, en ocasiones, me niego a vivir, prefiriendo ocultarme en los jirones del pasado o los espejismos del futuro; esa sonrisa me la regalas ahora y, si me pierdo en su recuerdo, me perderé la que me regalarás ahora.
¿De qué me estoy ocultando hoy?